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Santikurutz desde San Cristobal de Krutzeta. Paseando el hayedo.

 

Hay veces que uno sale al monte sin un objetivo fijo y definido. Quiero decir que sales con la idea de dar una vuelta y pasar la mañana de la mejor forma posible.

Esta es una de ellas, hoy quiero pasear por un hayedo a poder ser con poca gente, a ser posible solo.

Hace malo pero el pronóstico es que no va a ser cosa seria, así que me decido por subir hasta Santikurutz.

Desde San Cristobal en el alto de Krutzeta hasta la ermita de Santikurutz en el cordal del Orisol.

De ermita en ermita y tiro porque me toca.




Es una subida fácil, cómoda, por pistas y caminos bien definidos.

La pega va a venir de que según voy cogiendo altura me voy metiendo en la nube, cada vez veo menos, la niebla me envuelve y el agua empapa enterito. 









Cima de Kastillo




¡Otra vez!
¡Otro día de lluvia!
Ha llovido durante años.
Nunca se aclara.
Las nubes descienden tan bajas,
se arrastran y gotean
sobre cada colina, cada cima.
En lento progreso,
soplan desde el mar,
eternamente;
colgando pesadamente,
y luego retroceden;
y llueve y llueve y llueve,
entrando y saliendo de nuevo.
Descienden hacia el suelo,
estas nubes, donde el suelo se eleva;
y, salvo que el demonio del clima se olvide,
y deje un lugar escondido sin mojar,
la niebla asciende de nuevo al cielo.
Y todo nuestro asfalto de tablas y troncos
apesta con la lluvia y se empapa en las nieblas
hasta que el agua se eleva y se hunde y presiona
sus bonetes, zapatos y vestidos;
y cada pobre diablo que está afuera
se empapa de mil maneras.
¿Mojado?
Aquí es más húmedo que estar ahogado.
¿Oscuro?
Tal oscuridad nunca fue encontrada
desde que se hizo la primera luz.
¿Y frío?
¡Ven a la tierra de las uvas y el oro,
de las frutas y las flores y el sol alegre,
cuando empieza la temporada de lluvias está!
Y te dirán, con calma, que nunca,
nunca antes habían tenido tanta lluvia.
¿Qué es lo que dices? ¿Que salga?
¿Para qué? ¡Mira ese cielo!
¡Oh, qué mundo! ¡tan claro! ¡tan alto!
Tan limpio y encantador está todo,
la luz del sol se quema por completo,
y todo es simplemente azul.
¡Y mira! El mundo entero vuelve a florecer
cuando el sol disuelve la lluvia en un minuto.
Cálido cielo, tierra que disfruta debajo.
¿Es que alguna vez llovió, me pregunto?

Una lluvia inusual.
An Unusual Rain, Charlotte Perkins Gilman (1860-1935)


Entre la niebla veo la ermita de Santikurutz y tan solo un poquito más arriba se alcanza la cumbre donde está el buzón.








Hoy no es día de vistas, al revés cada vez veo menos y me resbalo más en el terreno kárstico y eso puede ser peligroso si progresas por el borde de la caída hacia Aramaio, así que decido dejar de subir y meterme de lleno en el hayedo y trastear por abajo, a la derecha o izquierda, da igual, se trata de disfrutar el momento.

Pasa el tiempo y sigue lloviendo. 













En el trasteo me sorprende el correr de un par de corcitos que se han molestado con mi presencia y de un par de saltos desaparecen de la vaguada en la que me he metido.

En esta soledad  disfruto más los detalles de las cosas, las hayas, la caída de las hojas, las setas y hongos. Me pierdo a gusto.









Tras un buen rato paseando va siendo hora de bajar. Llego a una borda hasta la que llega una pista y la sigo. A un lado marrón y cobrizo de los hayas, al otro amarillos alerces hasta llegar al pinar verde, muy verde. He salido de la nube pero el tiempo no mejora nada, así que poco a poco voy bajando con tranquilidad hasta la ermita de San Cristóbal donde tomo un montón de fotos y algún video.













Pasé junto a la piedra del druida
que se cierne en el jardín, blanca y solitaria,
me detuve y miré las sombras precarias
que desde el árbol a veces caen encima
con un cadencioso movimiento,
y en mi imaginación reconstruyeron
la silueta de una cabeza y unos hombros bien conocidos,
proyectados cuando ella trabajaba en el jardín.

La pensé a mis espaldas,
sí, había aprendido a estar sin ella durante mucho tiempo,
y dije: «Estoy seguro de que estás detrás mío,
aunque, ¿cómo has entrado en este viejo camino?»
Y solo se oyó la caída de una hoja
como respuesta; y para contener la tristeza
de ningún modo volvería la cabeza
para descubrir que no había nada.

Sin embargo, quería mirar y ver
que nadie estuviese detrás mío;
pero, pensé una vez más: «No, me resisto
a entrever cualquier forma que allí pueda haber.»
Salí del jardín con suave disposición,
y la dejé detrás de mí, arrojando su sombra,
como si en verdad fuera una aparición.
No volví la cabeza para que mi sueño no se desvaneciera.

La sombra en la piedra.
The Shadow on the Stone, Thomas Hardy (1840-1928)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


















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